lunes, agosto 28, 2006

Cuento: El ritual de la cruz
Por Emilio Del Carril


El ritual de la cruz


La casa amarilla se encuentra antes de la curva final del solitario camino de las Arandelas. La casona está bordeada por una verja de hierro cuyos portones están cerrados con gruesos candados de bronce decorados con osos agresivos que el tiempo ha pintado con suaves patinas turquesa. El césped impecable, precede con vergüenza a la residencia. Las ventanas tienen cristales que el tiempo ha esmerilado y sirven para filtrar la luz exterior.

La residencia está habitada por la señorita Wellys, a quien nunca se le ve en las actividades sociales del pueblo. Algunos piensan que no puede ocultar el bochorno que le causa ser la única solterona de su grupo.

Las mujeres la miran compasivamente, pues saben la carga que conlleva el no casarse. Los hombres, por su parte, han perdido la curiosidad que le causaba como mujer para sólo considerarla motivo de burlas. Así se convirtió en el premio de consolación que nadie quería, en la exageración de lo improbable, en el chiste obligado del final de una borrachera; la más espeluznante de las probabilidades.

El tiempo ha decolorado sus sueños tanto como a su piel blanca, transparente y mustia. No le queda ningún rastro de ilusión de que alguien, incapaz de ocultar su placer, llame a la puerta de su casa un día. Mantiene los peinados de la juventud: una exuberante ensalada de postizos crespos y rizos largos, sobre la cabellera ahora canosa. Sólo la acompañan dos perros feroces que muchos aseguran satisfacen las necesidades afectivas de la solitaria mujer. Son vigilantes que evitan los posibles robos de la no muy pequeña fortuna, guardada en los baúles de los áticos.

No tiene servidumbre y desde hace cinco años, sólo Manuelo el jardinero, la visita una vez a la semana. El muchacho está sobrepeso, es fuerte, pero carece de inteligencia; sin embargo mantiene los alrededores perfectos.

Además de los ladridos y la podadera semanal, lo demás en la casa es silencio mezclados con olores a alcoholado, a ungüentos y a lavanda. Un constante e inaudible quejido se apodera de los pasillos.



En ocasiones, y sólo en las noches de luna llena, se puede ver a la señorita Wellys, fantasmagórica, con la cara y el cuello pintados con capas gruesas de polvo blanco y una gastada y remendada bata de encajes rosa.



La noche avanza paralela al insomnio. El viento sopla en espirales. Ella mantiene la lamparita de cristal de murano encendida. El teléfono lleva cuatro años descompuesto. El pasillo está oscuro: la luz se ha ido de nuevo.

Los perros ladran por un instante, de súbito, un inquietante silencio. Ella se levanta y se pone la bata de encajes con decenas de remiendos. Agarra la lamparita y camina por el pasillo inundado de sombras. Al pasar frente a la pequeña mesa de caoba negra, la luz ilumina la cruz de bronce antiguo que había heredado de su abuela.

Se persigna con reverencia y acomoda la pesada cruz en el centro: justo al lado de las fotos de su abuela y de su mamá. La cruz está deforme por las muchas caídas que ha recibido a través de los años. Recuerda las palabras de la abuela; “La cruz puede salvarte.”

Siente pasos. Detiene la respiración. El aire comienza a soplar con fuerza. Los perros no ladran. Divisa una sombra al final del pasillo. Intenta correr al cuarto pero se enreda con la exuberante tela de su bata rosa. Cae de rodillas frente a la cruz. Los pasos del intruso se aceleran, retumban. El miedo no le permite gritar, siente el peso del hombre sobre ella. No le ve la cara. En un momento de debilidad del él, logra escaparse y gatea hasta la mesita de caoba para alcanzar la cruz y defenderse, pero la pesada figura cae al suelo fuera de su alcance. El hombre retoma su poderío.

El intruso rasga la bata, muerde el cuello con fuerza. Siente el aliento cargado de hombre. Forcejea, pero él la domina por completo. Le hala el cabello, le saca los postizos, rompe con furia la ropa interior y la deja desnuda. Entonces la posee con rabia mientras ella se entrega sumisa ante lo inminente.

El hombre se incorpora con rapidez después de un rato de contorsiones y quejidos.

-¿Dónde dejo la llave, señorita?

Ella se levanta dejando un hilo de saliva pegado al suelo y contesta con voz temblorosa;

-En la maceta verde.
-Nos vemos la semana que viene, hay que cortarle algunas ramas al sauce.

La señorita Wellys no contesta, pudorosa se cubre, besa la cruz con una nueva reverencia y la coloca entre la foto de la abuela y la de su madre. Entonces regresa al cuarto rezando un padre nuestro mientras se sienta a remendar la bata de encajes rosa.

1 comentario:

Jesus M. Osorio dijo...

Fina sensibilidad erotica, sensual, irreverente. Con un toque de misterio. Tremendo cuento...
¡Padre Nuestro, Santo y Bueno... Aqui no ha pasado nada!

Acerca de mí

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Yolanda Arroyo Pizarro (Guaynabo, 1970). Es novelista, cuentista y ensayista puertorriqueña. Fue elegida una de las escritoras latinoamericanas más importantes menores de 39 años del Bogotá39 convocado por la UNESCO, el Hay Festival y la Secretaría de Cultura de Bogotá por motivo de celebrar a Bogotá como Capital Mundial del libro 2007. Acaba de recibir Residency Grant Award 2011 del National Hispanic Cultural Center en Nuevo México. Es autora de los libros de cuentos, ‘Avalancha’ (2011), ‘Historias para morderte los labios’ (Finalista PEN Club 2010), y ‘Ojos de Luna’ (Segundo Premio Nacional 2008, Instituto de Literatura Puertorriqueña; Libro del Año 2007 Periódico El Nuevo Día), además de los libros de poesía ‘Medialengua’ (2010) y Perseidas (2011). Ha publicado las novelas ‘Los documentados’ (Finalista Premio PEN Club 2006) y Caparazones (2010, publicada en Puerto Rico y España).

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